Hace unos años, en una comida familiar de esas donde se hacen planes que a veces se quedan solo en palabras, alguien (creo que fue mi tio Javier quien dijo) dijo: “¿Y si este año pasamos la Nochevieja fuera? Pero lejos de verdad. Nada de casas rurales ni esquí. Algo distinto, que nos saque de lo de siempre.” Y alguien más añadió: “¿Y si nos vamos todos?”
Y así, sin pensarlo demasiado (como suelen empezar los mejores viajes), acabamos los Moncada en Senegal para despedir el año de la forma más auténtica que hemos vivido nunca.
Fuimos todos, tios, primos, sobrinos..: mis padres, Rosa y Jorge, con esa ilusión viajera intacta que siempre nos ha contagiado; Cristina y Diego, con su mirada curiosa y su calma; y yo, dispuesto a dejarme sorprender. Nos sumergimos en un viaje que, más que un cambio de destino, fue un cambio de perspectiva.
Senegal nos recibió con colores, con música, con olores intensos. Nuestro punto de partida fue Saint-Louis, esa ciudad colonial al norte donde las calles tienen sabor a historia y a sal. Paseamos por sus mercados, hablamos con la gente, probamos frutas con nombres que no conocíamos. Dormimos en un pequeño lodge entre manglares, donde el tiempo iba al ritmo de las mareas.
Pero lo más emocionante fue adentrarnos en pueblos más pequeños, lejos de las rutas turísticas, donde fuimos testigos de tradiciones que te tocan por dentro. En Sine Saloum, una región de belleza salvaje entre el río y el mar, nos invitaron a una celebración local donde el tambor marcaba el pulso del alma. Recuerdo a mi madre emocionada viendo cómo bailaban las mujeres del pueblo, a mi padre conversando con un pescador sobre su barca, a Cristina haciéndole fotos a cada detalle, y a Diego riéndose con los niños, aprendiendo a saludar en wolof.
Pasar la Nochevieja en Senegal fue un acto de apertura. En vez de uvas, compartimos thiéboudienne (ese arroz con pescado que es casi una religión), brindamos con zumos de hibisco y mango, y miramos al cielo estrellado en silencio, sin campanadas ni televisión. Solo nosotros, y la certeza de estar exactamente donde teníamos que estar.
Este viaje nos enseñó que a veces lo diferente no da miedo. Da vida. Que lo desconocido no es para temerlo, sino para abrazarlo. Y que hay algo profundamente especial en celebrar el fin de un año sintiéndote tan fuera de tu mundo… y tan dentro de ti mismo.
Volvimos distintos. Más unidos. Más conscientes. Más agradecidos.
Y desde entonces, cada vez que se acerca diciembre, alguien en casa siempre dice: “¿Y este año, qué locura hacemos?”