Y así lo hicimos. Alquilamos un catamarán con patrón junto con los Uguet —una familia con la que cada plan es una aventura— y durante una semana navegamos entre las islas dálmatas, desde Hvar hasta Vis, pasando por calas donde no llegaban ni los mapas.
Lo mejor no eran solo los baños al amanecer ni las puestas de sol con vino blanco local. Era ese momento justo después de despertarse, cuando el sol aún no calentaba demasiado y saltábamos al mar, aún medio dormidos. Al volver, Juan ya tenía preparada una tortilla jugosa con cebolla caramelizada y pan caliente. Ese es el sabor de la felicidad. Literal.
Y entre comidas en cubierta, chapuzones infinitos, pueblos de piedra y noches bajo las estrellas, entendimos que Croacia desde el mar es otro planeta. Uno donde el tiempo se mide en olas y las risas flotan.