Un viaje que quedará grabado en mi memoria para siempre fue el que hicimos a Filipinas. Era una escapada familiar muy especial, pensada para disfrutar de un destino remoto y paradisíaco, pero con un toque único: mi hermana Cristina no pudo acompañarnos en esta aventura. Ella estaba esperando a su bebé y, por supuesto, la salud del pequeño era lo más importante. Sin embargo, su presencia estuvo en cada momento, con llamadas, mensajes y, por supuesto, compartiendo su emoción y alegría a través de la distancia. Esta vez, mi cuñado Diego fue quien se unió a mis padres, Rosa y Jorge, y a mí, para recorrer este paraíso en el sudeste asiático.
Comenzamos nuestra travesía en Palawan, una isla famosa por su belleza natural, donde el mar es tan cristalino que parece sacado de una película. Con mi madre Rosa y mi padre Jorge a mi lado, no pude evitar ver cómo se maravillaban con la tranquilidad del lugar. Mi madre, con su curiosidad incansable, siempre encontraba nuevos rincones en los que perderse, ya fuera en una pequeña tienda local o simplemente observando la puesta de sol desde la orilla. Mi padre Jorge, por su parte, disfrutaba de cada momento de calma, sentado en una hamaca, contemplando el océano con una paz que solo se puede encontrar en un destino como este.
Diego y yo, como siempre, nos lanzamos a la aventura. Navegamos entre islotes, nos sumergimos en arrecifes de coral y exploramos cuevas secretas a las que solo se podía acceder nadando. El ambiente de ese lugar era tan relajante que el tiempo parecía detenerse. Pasamos horas nadando en aguas tan cálidas que casi te daban ganas de quedarte allí para siempre. De hecho, fue en una de esas lagunas ocultas donde me sentí más conectado con la naturaleza. Nadando con Diego, rodeados de peces tropicales y corales de colores vivos, sentí que todo a mi alrededor era perfecto.
Los días transcurrieron entre paseos en barco y descansos en resorts rodeados de jardines tropicales. Rosa y Jorge, como siempre, se aseguraban de que todos estuviéramos bien alimentados y cómodos, buscando los mejores restaurantes de la isla, donde disfrutábamos de platos locales como el "lechon", un cerdo asado que estaba de muerte. Mi madre, por supuesto, no pudo evitar probar todas las delicias locales, y Diego, como buen aventurero gastronómico, se apuntaba a todas las pruebas.
Al final, me di cuenta de que lo que más me había marcado de Filipinas no era solo la belleza de sus islas, sino la sensación de desconexión total del mundo exterior. Estábamos tan inmersos en este paraíso que cada conversación con mi familia se sentía más profunda, más tranquila. Aunque Cristina no estuvo allí, su presencia era palpable, sobre todo cuando le enviábamos fotos de los atardeceres o le contábamos nuestras historias en tiempo real.
Y aunque el viaje fue en su mayoría un escape de la rutina, también nos permitió apreciar los pequeños momentos: los atardeceres que veíamos juntos, las risas que compartíamos en el barco, y la conexión que todos, de alguna manera, teníamos con este increíble lugar. Un día, cuando Cristina pueda unirse a nosotros y su bebé ya esté crecido, regresaremos a Filipinas para compartir estas experiencias como familia. Ese será el viaje que completa el círculo.